and ingnite your bones
and I will try to fix you.
Caminaba lentamente por la vereda de cemento del parque, poniendo todo su empeño en hacer que un pie cayera frente a otro. Cada paso levantado parecía una eternidad perdida en el espacio infinito lleno de estrellas, sólo que ahora no había astros, ni luz. Solamente vacío, que más que llenar su vida le quitaba todo sentimiento o razón de ser. una máquina interna era lo único que lo mantenía en pie, un motor platónico que impulsada sus moléculas a moverse entre sí y chocar, a sus órganos a ponerse en acción y la sangre a correr por sus venas. Pero él no corría. No sabía lo que significaba correr, porque todo movimiento le era negado al intentar cruzar el umbral de la vida. Ese umbral que en algún momento le había parecido más que cruzado, ganado. Ahora le era imposible volver ahí, más imposible aún acercarse por el otro extremo. Sólo la inercia, la fuerza innegable del universo que movía galaxias enteras. Sólo la mente vacía. Sólo las emociones muertas.
Mientras avanzaba por el parque, las pequeñas luces en el cielos que alguna vez vio y que tintineaban con rastros de halos coloridos se apagaban lentamente. Las otras luces que brillaban en las torres delgadas y metálicas rodeando el parque hacían un pequeño desfile al apagarse también. Sólo quedaban él y los árboles en ese momento infortuno donde la noche ha muerto ya y el día se niega a nacer. Era el momento mágico de los antiguos, el momento más deseado por aquellos que mueven imágenes, el momento en que los muertos aún pueden danzar y ser vistos claramente por los vivos. Era el momento en que él más deseaba verlos, para unirse a su coro y su danza.
Pero no los veía. Le era negado ser de los muertos porque los deseaba, y le era negado ser de los vivos por rechazarlos. Sólo en esos momentos de las veinticuatro horas podía él estar en paz. No, ni siquiera en paz, en semipaz, porque la hasta la paz le era negada. En ese momento, lo que él tenía era el olvido, la bendita huida de Mnemosyne a paraderos más deseables donde él ya no era objeto de su tormento. Por eso pasaba las noches en velo, contaba los minutos para la llegada de este momento donde todo aquello que le atormentaba huía de su mente y de su cuerpo para permitirlo descansar, aunque fuera por el tiempo en que tarda una flor en abrir sus pétalos, tiempo en que dura una estrella al caer o un recién nacido en soltar el primer llanto. Por eso vivía. Por eso moría. Por eso estaba condenado al mundo.
1 comentario:
Zenón de Elea y la paradoja de Aquiles y la Tortuga (la imposibilidad del movimiento)
tiene sentido cuando recuerdas que los griegos no conocían el cero.
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