Caminaba despacio, observando su alrededor como si fuera en pequeño recién nacido que aún no sabia nada de las crueldades del mundo. Cada flor que despedía su olor, cada mariposa que agitaba sus alas, cada niño que soltaba la mano de su madre y corría por la calle le llamaba la atención y lo hacía detenerse y mirar. Su paso lento podía llegar a denotar imbecibilidad, pero cuando uno volteaba a ver su rostro, comprendía que no era estúpido, que era un ser iluminado, un ser que no había llegado a este mundo solamente a vivir. Y eso era él, un hombre, un hombre que no sabía que iba a hacer, sino que solamente estaba mirando y aprendiendo. Nadie se detuvo a ayudarlo porque además de ver que brillaba, también veían que no era normal, y esa anormalidad les hacía sacar la vuelta.
Su facha no era común, traía un pantalón desgastado, quien sabe de que material y de donde salio. Su camisa, alguna vez fue café o tal vez verde, pero ahora estaba manchada, con hoyos y quemaduras. Encima de esto, el saco roído le llegaba hasta la punta de los dedos, algunas, si no muchas, tallas más grandes. El gorro que le cubría la cabeza no lograba disimular que hacía muchos días que un peine tocaba esos pelos que se escapaban de las orillas de el. Cargaba una mochila a su lado, negra y grande, al parecer llena de algo. Sus pies estaba cubiertos por unos zapatos que alguna vez y en algún país estuvieron de moda, ahora estaban gastados, sucios y grandes.
Pero, a pesar de mostrar este aspecto tan sucio y desamparado, su cara estaba limpia. Brillaban sus ojos cafés detrás de unos lentes grandes, denotando una inteligencia aguda y veraz. La barba le caía hasta el pecho, pero no se veía mal, al contrario, lo hacía ver más vivo, más viejo pero joven a la vez. Seguía caminando sin detenerse con ese paso lento. Él no veía a la gente que le sacaba la vuelta, solo veía lo que valía la pena ver. Al pasar cerca del parque, tomo una decisión rápida y se adentro en el. Los árboles frondosos echaban sus sombra sobre él, haciéndolo ver más jodido de lo que se veía en la calle. Pero aquí, caminaba más seguro, estaba en su ambiente.
Camino hasta llegar a una banca, se sentó y se puso a observar más detenidamente a la gente. Pasaban tan rápido, tan de prisa, sin detenerse a disfrutar de la vida. No sabían lo que él sabía, la vida no perdona, no te da oportunidad de juntar tus riquezas y luego disfrutarlas. Pobrecitos, tan inocentes. Él los amaba, a pesar de todo lo que hacían, de los destrozos que cometían, de las injusticias que llevaban a cabo día tras día tras día. Nadie los defendía, nadie los perdonaba, nadie les explicaba. Pero aún así, él los amaba, y él daría la vida por ellos, si con eso ayudaba en algo. Por eso ese aspecto que tenía, por tanto que los amaba, ya no tenía vida para él.
Un niño soltó la mano de su madre y corrió. Nadie se había fijado, ni siquiera la propia madre que estaba platicando con una amiga. Perseguía una paloma que no se dejaba agarrar y que caminaba rápidamente hacía la avenida. Nadie veía, todos absortos en sus vidas y en sus relojes y en sus trabajos. Uno, dos, tres segundos más y el niño no sería niño otro día más. El autobús avanzaba a una velocidad demasiado rápida, algunos kilómetros más arriba del limite. Un cuerpo pequeño debajo de esas llantas enormes ni siquiera se sentiría. Uno, dos, tres. Ya no quedaba tiempo, el niño estaba en la banqueta lanzándose al vacío y a su muerte.
La carcajada feliz del niño no se detuvo hasta que logro alcanzar a la paloma. Más bien, hasta que él le dio la paloma. Pero en eso, llegó corriendo la madre, gritando “!Que has hecho, mijo! ¡Que no viste la calle!” Ni una palabra a su salvador, nada. Solo siguió su camino, regañando al niño y diciéndole que soltara ese pájaro sucio.
Pero esta bien, aún así los amaba a todos.
Carpe Diem
IAACOAC
sábado, diciembre 02, 2006
Cuento 1
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